Durante años se dijo que la atención era la moneda más valiosa del siglo XXI. Lo fue. Las redes sociales, los medios y el marketing digital se construyeron sobre esa premisa: captar ojos, mantenerlos enganchados y convertir clics en poder. Pero algo ha cambiado. En la era de la inteligencia artificial, la atención ya no es escasa. Tampoco el contenido. Lo verdaderamente escaso —y por tanto valioso— es el conocimiento.
No nos referimos a información ni a contenido bien producido. Hablamos de conocimiento en sentido estricto: información estructurada, contextualizada y útil para razonar, tomar decisiones y generar impacto. En un mundo donde las máquinas pueden escribir artículos, resumir documentos y generar miles de imágenes por segundo, lo que importa no es quién crea más, sino quién entiende mejor.
Los nuevos agentes de inteligencia artificial no buscan likes: buscan sentido. Necesitan incorporar conocimiento y desarrollar caminos de razonamiento para ser realmente útiles. Esto ha dado paso a una ola de proyectos open source —como Casibase, Graphiti, Refly o el Knowledge Graph Studio— que buscan construir bases de conocimiento nativamente diseñadas para agentes autónomos. Infraestructuras vivas, adaptables, capaces de aprender, depurar y conectar información con intención.
La reciente adquisición del estudio de Jony Ive por parte de OpenAI por 6,500 millones de dólares no es solo una apuesta por el hardware: es una declaración sobre cómo debe materializarse el conocimiento en la era de la IA.
Ive, quien diseñó algunos de los productos más icónicos de Apple, ahora lidera el trabajo creativo y de diseño de OpenAI con el objetivo de crear “una nueva generación de computadoras impulsadas por IA”. Pero más allá de la tecnología, esta alianza representa algo fundamental: el reconocimiento de que la IA necesita una interfaz más humana, “menos socialmente disruptiva que el iPhone”.
En un mundo donde el conocimiento se vuelve más complejo y abstracto, el diseño se convierte en el puente entre la inteligencia artificial y la comprensión humana. No basta con tener máquinas inteligentes; necesitamos que su sabiduría sea accesible, intuitiva y genuinamente útil para resolver problemas reales.
IA: no una herramienta, sí una compañera
Plataformas como Flora ejemplifican esta evolución hacia herramientas que trascienden la simple generación de contenido. Flora no busca construir mejores modelos de IA generativa, sino ofrecer un “lienzo infinito” donde los usuarios pueden generar y conectar bloques de texto, imágenes y video de manera visual y colaborativa. Su apuesta es radical: “Los modelos no son herramientas creativas”, según su fundador, Weber Wong, “lo que importa es la interfaz”. Esta aproximación revela una verdad profunda sobre el futuro del conocimiento: no se trata solo de acceder a información, sino de crear flujos de trabajo que permitan explorar, conectar ideas y generar nuevas posibilidades.
Flora permite a un diseñador crear 100 variaciones de un logo y mapear cada paso del proceso creativo en un canvas compartible, transformando el acto creativo en un sistema de conocimiento vivo y documentado. Aquí vemos cómo la IA deja de ser una caja negra para convertirse en un compañero de exploración intelectual.
Y, sin embargo, la pieza más importante sigue siendo humana. La IA necesita de nuestra capacidad para preguntar mejor, estructurar lo esencial, detectar lo ambiguo, crear sentido. El conocimiento no desaparece con la IA; se amplifica. Se vuelve más crítico que nunca pensar con profundidad, dudar con intención, resolver problemas reales. En lugar de competir con las máquinas, deberíamos entrenarlas con nuestra curiosidad, criterio y experiencia.
Esta transformación nos lleva a una paradoja fascinante: mientras más inteligentes se vuelven nuestras máquinas, más humano se vuelve nuestro rol. El conocimiento del futuro será híbrido: estructurado por algoritmos pero guiado por intuición, escalado por la IA pero dirigido por la curiosidad humana. Como observa Wong sobre la evolución musical: Mozart “necesitaba una orquesta entera para tocar su música”, pero hoy un músico puede crear desde su garaje y publicar en SoundCloud.
Del mismo modo, el conocimiento se democratiza y se amplifica, pero requiere nuevas formas de maestría: saber preguntar, saber diseñar la experiencia, saber curar y conectar. En este nuevo ciclo, el poder no está en poseer información, sino en saber cómo transformarla en sabiduría compartida. El conocimiento vuelve a ocupar el trono, pero esta vez lo hace acompañado de sus nuevos aliados de silicio.